sábado, 10 de abril de 2010

ABONOS NITROGENADOS




Scientific American [Investigación y Ciencia] de abril de 2010 publica un estudio de 8 páginas sobre el efecto del nitrógeno en nuestro medio ambiente. Los autores del trabajo son. Alan R. Townsend, director del Programa de Estudios Ambientales de la Universidad de Colorado y profesor del Instituto de Investigación Ártica y Alpina. El Dr. Townsend comparte autoría con el profesor Robert W. Howarth. D. R. Atkinson de Ecología y Biología ambiental.

Hace a penas cien años –concretamente en 1909, el químico alemán Fritz Haber desarrolló un procedimiento para la obtención del amoníaco como ingrediente activo de los abonos sintéticos. Lo hizo a partir del Nitrógeno; sin embargo se encontró con la dificultad de que al tratarse de un gas que no era reactivo, no podía ser asimilado por la mayoría de los organismos vivos. Tuvieron que pasar veinte años para que su colaborador Carl Bosh –director en 1919 de la prestigiosa [Badische Anilin und Soda Fabrik] BASF- industrializara la fórmula alcanzando entonces lo que se consideró un hito en el cultivo del alimento mundial al transformar el amoníaco en fertilizante.

Muy pronto el abono sintético hizo posible una verdadera revolución verde en el que los agricultores podían transformar tierras baldías y yermas en suelos productivos. Con este nuevo producto se podía labrar y cosechar cada año sin tener que esperar al barbecho o descanso de la tierra en su regeneración y recuperación natural de nutrientes.

La macroproducción de alimentos fue a lo largo del siglo XX un gran avance que impulsaría la economía y el bienestar ya que ahora podíamos tener los frutos de la tierra considerados de temporada, todo el año y consumir sandías en invierno, por ejemplo.

Exceso de abono

Yo era muy niño, pero recuerdo una visita al pueblo de mis padres a pocos kilómetros de Cáceres en la que una tarde comí para merendar queso tierno con nueces bañadas en miel, comí tantas que acabé vomitando y aún hoy, casi cuarenta años después todavía siento angustia al pensar en la miel. No se cuantas nueces comí, pero si que recuerdo -como ahora mismo- las sabias palabras de mi abuelo Eloi –hijo, todos los excesos son malos-.

Después de todo este tiempo de prosperidad agrícola gracias a los abonos químicos, hoy nos encontramos como en la mayoría de las cosas que pasan en la vida, que no es oro todo lo que reluce. Durante décadas se ha abusado del uso de abonos y fertilizantes nitrogenados e incluso vertido o deshecho de los residuos en cualquier parte, incluso en las aguas, lo cual ha provocado zonas muertas o en otros casos desequilibrios ecológicos en el crecimiento y proliferación de ciertas algas que han roto la cadena alimenticia.

El nitrógeno está presente en las chimeneas, tubos de escape y uso agrícola inmoderado y abusivo con la intención de alcanzar mayores producciones y ventajas económicas. Todo este proceder es el causante de una de las peores contaminaciones a la que nos enfrentamos ya al comienzo de este nuevo siglo XXI.

En los últimos veinte años se ha empleado más de la mitad de todo el abono sintético nitrogenado que jamás se ha producido, disparándose hasta un 80% desde los años 60. El exceso de nitrógeno está siendo el motivo de extinción de muchas especies y una amenaza real para la biodiversidad, pero también un riesgo profundamente nocivo para nuestra salud.

Un análisis del Instituto Nacional de Salud en USA., revela que las elevadas concentraciones de nitritos en el agua potable y en el aire pueden agravar múltiples problemas de salud entre los que se incluyen varios tipos de cáncer.



¿Qué podemos hacer?

Con todos estos datos –sin duda el artículo del Sacientific es mucho más extenso- no pretendo ser alarmista ni encadenarme a un puente colgante, pero lo que sí está claro es que tenemos que hacer algo. Prescindir totalmente de los abonos nitrogenados es inviable y agudizaría aún más el problema. Cuando pensamos en las cosas que se pueden hacer, quizá tenemos la tendencia a concentrarnos exclusivamente en lo que pueden hacer otros, quizá los estamentos públicos y gobiernos. Pero independientemente de lo que se logre en este sentido –que siempre es insuficiente-, todos podemos implicarnos pensando en ¿qué puedo hacer yo?. Si cada uno tomara en cuenta esta posibilidad pronto grandes grupos de “qué puedo hacer yo” estaríamos cambiando las cosas. Soluciones sencillas pero a la vez prácticas podrían ser un buen comienzo.

Imaginemos por un momento que desciende el consumo de carne del ganado criado con grano, el grano que procede de grandes campos de cereales fertilizados con soluciones amoniacales nitrogenadas, no precisaría el empleo de tanta aportación química volviendo al método tradicional de los pastos.

Quizá si compramos más productos de aquí –por ejemplo plátanos de Canarias y naranjas de Valencia- en vez de frutos del otro hemisferio, se reduciría considerablemente la contaminación generada por los transportes.

Menos superficie de césped que abonar, menos formaciones de rocallas con infinidad de arbustivas, menos uso del automóvil utilizando transportes públicos o porqué no la bicicleta…, menos de muchas cosas podría significar mucho en poco tiempo. Nuestra salud esta muchas veces reñida con la comodidad y el sedentarismo. Caminar un poco más, escoger bien los alimentos…, no son cosas nuevas, pero sí son cosas que se olvidan con facilidad.

Los datos sobre el deterioro incesante del ecosistema pueden ayudarnos a recordar. Como individuos –ciudadanos del mundo- generamos cada año más de 180 millones de toneladas de residuos procedentes de: abonos sintéticos, combustibles fósiles, uso industrial del amoníaco –sobre todo en la obtención de plásticos-, cultivo de soja y otras leguminosas.

Las zonas “calientes” que originalmente se encontraban en Europa y Norte América, se han extendido hasta Asia e Iberoamérica.

Cada persona, durante nuestras vidas dejamos un rastro. Este puede mitigar los efectos del calentamiento global o acrecentarlo. Como dicen los doctores Townsend y Howarth [pág. 69] “De nosotros depende”.

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