La lluvia me trae recuerdos de niños saltando sobre los charcos, de personas que corren a guarecerse y adolescentes que se besan sin temor a mojarse.
Hubo un tiempo de incertidumbre y superstición, de un país de temores y negritud en el que los paraguas eran negros y los impermeables oscuros. Las primeras botas “de agua” que tuve se llamaban Katiuskas [http://etimologias.dechile.net/?katiuskas] y me duraron más años de los que habría deseado; desde entonces ha llovido mucho.
De aquella época continúan presentes en mi memoria el olor a tierra mojada y el brillo de las calles y bancos de madera barnizados de agua. Las gárgolas de la catedral hacían gárgaras antes de precipitar su acuoso secreto de tejados y terrazas ocultas hasta el suelo. Los cafés humeaban debajo de toldos lagrimosos y abombados, debajo de miradas lánguidas que miran hacia otras épocas. No entiendo porqué la lluvia me produce esa melancolía de nubes oscuras, calles mojadas y silencios rotos. Es posible que deba agradecer a la lluvia mi pasión por la lectura, el profesor Ballarín espolvoreaba el serrín por el suelo para evitar resbalones y a la hora del recreo, todos nos quedábamos en clase leyendo. Ahora leo aunque no llueva, pero hacerlo mientras las gotas se deslizan por los cristales y los relámpagos nos recuerdan lo frágiles que son nuestros avances tecnológicos, cobra otro sentido.
Después de todos estos años de lluvias, libros y botas de agua sobre los charcos he comprobado que la naturaleza recibe con la misma pasión y alegría cada gota de agua, los troncos de los árboles se arrugan para conducir su preciado fluido hasta las raíces, cada cicatriz en los árboles tiene el propósito de no desperdiciar ninguna de ellas. La lectura de los árboles mientras llueve se realiza sobre libros de agua. El agua les dice de dónde, de cuando, o hacia dónde, datos sobre su composición, los minerales que arrastra, la temperatura…, infinidad de frases mezcladas con promesas que se traducen en hermosas hojas verdes, en flores y frutos.
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